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La descertificación: un capítulo más de la farsa de la cooperación extranjera yanqui

Oct 7, 2025

El pasado 15 de septiembre de 2025, el Departamento de Estado de EE. UU., a través de su cuenta de X (antes Twitter), adelantaba parte de la justificación de lo que sería la descertificación oficial de Colombia en relación con la “lucha contra las drogas”. En el mensaje, el Departamento apuntó que «Bajo el liderazgo desacertado de Petro, el cultivo de coca y la producción de cocaína en Colombia han alcanzado niveles históricos. Estados Unidos agradece a las fuerzas policiales y de seguridad colombianas que enfrentan a los narco-terroristas; admiramos su valentía, destreza y sacrificios.» Al día siguiente, el gobierno de Estados Unidos formalizó la decisión mediante un documento oficial presentado ante el Congreso, en el que se afirmaba que «Colombia no había cumplido con sus obligaciones internacionales en materia de control de drogas durante el último año».

EE. UU. no solo acusó al gobierno de Petro de fracasos en el control del tráfico de drogas, sino que se posicionó, una vez más, como el árbitro de la política interna colombiana. Esta declaración no fue más que el preludio de un nuevo acto de chantaje imperialista, en el que los intereses yanquis siguen dictando la agenda del país. Se sabe que la medida no contempla sanciones económicas, y está abierta la posibilidad de revertirse, si Colombia “ajusta” sus medidas.

Tras el informe del Departamento de Estado, que centró su atención en la erradicación de cultivos ilícitos, se han alimentado rumores sobre la intención gringa de reactivar las fumigaciones con glifosato, un herbicida altamente tóxico que fue prohibido en aspersiones aéreas desde 2015 por su impacto en el medio ambiente y la salud humana, luego de que la OMS lo clasificara como cancerígeno y la corte constitucional emitiera dos fallos restringiendo su uso.

Aunque Petro había prometido, que en su gobierno no se arrojaría «una sola gota de glifosato sobre las tierras de nuestra Patria», el 8 de septiembre de 2025 dio un giro a su posición, al afirmar que “Allí donde la ciudadanía ataque al Ejército, habrá fumigación aérea.” Las condiciones legales y operativas para retomar las aspersiones aéreas con glifosato son complicadas, lo que hace que, en la práctica, su implementación sea difícil en este momento. Sin embargo, no es la primera vez que el gobierno de Petro coquetea con la reactivación del glifosato. En febrero de este año, el diario El Tiempo reveló un contrato por 7.700 millones de pesos firmado por el Ministerio de Defensa, para reanudar fumigaciones terrestres en algunas zonas del país, lo que evidencia una tendencia persistente a ceder ante las presiones de Washington.

De fondo, Petro ha intentado cumplir con las expectativas del imperialismo y su “guerra contra las drogas” para evitar la pérdida de la certificación internacional. Para ello, llamó a la Corte Constitucional a “reconsiderar su sentencia” y, en los últimos días, él y su equipo se ha dedicado a demostrar que han cumplido la tarea, por lo menos, en lo relativo a incautaciones y destrucción de laboratorios de procesamiento de clorhidrato de cocaína. En ese contexto, envió a Washington a la cúpula del ejército y la policía para rendir cuentas, mostrar compromiso y recibir instrucciones; movimientos que parecen haber permitido un cierto ablandamiento en las medidas, resultando en la “descertificación parcial”, una suerte de estado de alerta que mantiene el flujo de fondos para financiar los programas de mayor interés para el imperialismo.

Aunque Petro ha mantenido un discurso hostil con Washington desde la posesión de Donald Trump, sus acciones evidencian que ha impulsado y defendido los intereses del imperialismo yanqui en el país. Ejemplo de ello son las bases militares de Gorgona, Pereira y Leticia, algunas adornadas con un discurso ecologista que encubre sus verdaderos propósitos, y que se suman a las instalaciones que ya operaban en Colombia desde la época del Plan Colombia (1999-2009). En conjunto, estas acciones reflejan una realidad en la que las decisiones oficiales, más allá de las palabras, consolidan una relación de dominación/subordinación para mantener e impulsar los intereses del imperialismo en el país y la región.

La descertificación no es un hecho nuevo; durante el gobierno de Ernesto Samper, Colombia fue descertificada tres años consecutivos, a pesar de que su administración firmó un acuerdo de interdicción marítima con EE. UU. Además, el Congreso colombiano endureció las penas por tráfico de drogas y facilitó la incautación de bienes a narcotraficantes. Sin embargo, una de las principales demandas de EE. UU., la restauración de la extradición, no fue cumplida (véase NotiSur, 07/03/1997). Esta situación creó un escenario que preparó el terreno para que, durante el gobierno de Andrés Pastrana, se firmara el acuerdo del Plan Colombia, consolidando el plan más grande expansión militar gringa en el continente.

La certificación, un mecanismo histórico de dominación

En 1961, dos eventos importantes definieron el rumbo en la denominada “lucha contra las drogas”: la adopción de la Convención Única sobre Estupefacientes de la ONU y la promulgación de la Ley de Asistencia Extranjera de Estados Unidos. La primera estableció el marco normativo internacional que institucionalizó el enfoque prohibicionista respecto al uso recreativo de las drogas, promoviendo una visión criminalizadora y restrictiva. La segunda, en cambio, se convirtió en un mecanismo estratégico de financiamiento y control, permitiendo a EE.UU. impulsar y garantizar la implementación de dicha convención en diversos países mediante fondos condicionados y “asistencia” económica.

Estos dos elementos sentaron las bases de un sistema prohibicionista que generó un problema mucho más grave: el narcotráfico. Por ejemplo, Rodrigo Uprimny, reconocido analista jurídico, ha señalado que el enfoque prohibicionista de la Convención de 1961 fue el responsable del surgimiento de las organizaciones criminales asociadas al tráfico de drogas. Casi tres décadas después, la Convención de 1988 se centró en la lucha contra el crimen organizado, el lavado de dinero y la fiscalización de precursores químicos. En este contexto surge la Anti-Drug Abuse Act de 1988, cuyo objetivo fue la formalización de la certificación para usarla como un mecanismo de control sobre los países dominados por el imperialismo yanqui.

Esta ley convertía la asistencia de EE. UU. en un chantaje directo: si un país no «cooperaba» adecuadamente con la política antidrogas, podía ser descertificado, lo que implicaba una reducción o suspensión de las “ayudas”. La proliferación del crimen organizado que controlaba el narcotráfico, se usó como pretexto para que la “cooperación económica” tomara forma de militarización. La preocupación, desde la óptica imperialista, no era el abuso de las drogas, sino quién controlaba las rentas del tráfico de las mismas.

Así, la cooperación económica antidrogas de Estados Unidos se militarizó y se convirtió en una característica central de su política en la región andina y Centroamérica, especialmente a partir de la década de 1980, intensificándose aún más a principios del siglo XXI. La certificación funcionaba como una especie de luz verde que autorizaba la canalización de miles de millones de dólares para desatar una guerra contra los cultivadores de coca. Sin embargo, en las calles de EE.UU. ha habido una circulación constante de cocaína durante las últimas cuatro décadas.

Este enfoque se materializó en Colombia, Perú y Bolivia; estos fueron los países andinos en los que se concentró la “asistencia militar” yanqui. De estos, Colombia fue el principal receptor de recursos a través del Plan Colombia, que destinó más de 10.000 millones de dólares, la mayor parte en asistencia militar para combatir el narcotráfico. El resultado fue una guerra contra los campesinos productores de hoja de coca, convertida en guerra contrainsurgente y en una agresiva expansión militar imperialista, derivando en la instalación de varias bases militares en el país.

La certificación, lejos de ser un instrumento de cooperación, ha funcionado como un mecanismo para ampliar el dominio de EE.UU. sobre las semicolonias. Este proceso ha permitido al imperialismo yanqui condicionar la «asistencia» económica y militar para favorecer sus intereses geopolíticos e incrementar su influencia política, económica y militar en la región. Al final, este sistema ha fracasado en detener el narcotráfico y ha transformado a los países andinos en escenarios de conflicto, donde se ha impuesto una política de subordinación, tanto política como militar, que refuerza la dominación de EE.UU. sobre Latinoamérica.

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