
Por Pedro Valdivia. / pdr.valdivia@gmail.com
No podía estar seguro que eras la misma joven, la cual había observado unas horas antes, haciendo unas tomas con el celular en inmediaciones de los disturbios. En esos momentos el caos era total. El ambiente se enrareció. Las calles aledañas al enfrentamiento se llenaban de personas llorosas que corrían desesperadas tratando de evitar los gases lacrimógenos y los chorros de agua lanzados por la policía indiscriminadamente.
Al finalizar la tarde, observaba la marcha pacífica con canticos de los jóvenes; incluso, en la plazoleta central del parque hubo unos bailes folclóricos. Había representaciones de delegaciones de la costa pacífica y atlántica; además, de los grupos indígenas del Cauca y Amazonas. Luego de cortas intervenciones de dirigentes estudiantiles, sociales y sindicales, la marcha se dirigió hacia la Plaza de Bolívar.
Las arengas tenían un denominador común: ¡Abajo la Reforma Tributaria! ¡Abajo la Reforma Pensional! ¡Abajo la Reforma de la Salud !¡Abajo la represión policial!
La marcha se detuvo, y se continuaron realizando las comparsas, las arengas junto con pancartas enarboladas por las diferentes agrupaciones participantes. Habría transcurrido cerca de una hora, cuando los antimotines se encuadraron en filas y comenzaron a arrojar los gases lacrimógenos a la sorprendida multitud. Cuando todo el aire se viciaba y el olor irritante causaba el lagrimeo, la irritación ocular, las náuseas y el dolor de cabeza, las personas comenzaron a buscar un espacio donde protegerse. Guarecido en una esquina, mojé mi pañuelo con agua embotellada que llevaba en el maletín y pude observar la aparición de policías en motocicleta que sacaban sus armas de dotación y disparaban sus armas inicialmente al aire; luego me percaté cómo algunos dejaban sus motos, y corrían hacia la manifestación apuntando directamente a los blancos móviles. La estampida fue general. Algunos jóvenes que habían comenzado a defenderse con piedras, estaban retrocediendo, y en mi carrera pude observar por lo menos a tres de ellos impactados por las balas, caídos en el pavimento.
Fue en esos momentos que te vi corriendo por la cuadra aledaña, donde yo estaba parapetado. Decidí volver al improvisado campamento de primeros auxilios que se encontraba unas dos cuadras hacia el sur. Era seguro que empezarían a llegar heridos de los participantes de la marcha y debíamos estar preparados para recibirlos. No era mucho el material que teníamos: gasa, esparadrapo, desinfectantes, elementos de venopunción y algunas inyecciones analgésicas, antihistamínicos y antieméticos. Era obvio que, si el caso era más grave, se canalizaba una vena y se remitía al herido a un centro asistencial cercano.
Llevábamos cerca de tres horas atendiendo a los manifestantes, cuando se nos acabaron las gasas y los antisépticos. Me ofrecí a desplazarme a la casa de un compañero donde teníamos una reserva de los elementos primordiales. Dando la vuelta a la esquina a media cuadra de mi destino, fue cuando te encontré. Al principio, al verte de lejos, pensé que estabas inconsciente, te observé con la cabeza recostada sobre el andén. No observaba sangre en el pavimento; pero, al acercarme pude observar tus ojos fijos hacia el firmamento. Tu chaqueta estaba abierta y desgarrada. No observé heridas en abdomen o tórax. Al observar tu frente vi el orificio, un solo orificio de bala. Todo el sangrado estaba recolectado en la parte posterior de la cabeza donde estaba la capucha de la chaqueta. Movilicé con cuidado tu cuello y al bajar la cabeza del andén, estaba la evidencia. Toqué tu cuello y no encontré pulso. Tu cuerpo aún no estaba totalmente frío. Fue un único disparo, que tuvo que ser a quemarropa, ya que no había mayor tatuaje en el orifico de entrada de la frente. Busqué en los bolsillos de la chaqueta y no encontré ninguna identificación, ninguna nota, ningún papel. Era evidente que el teléfono celular con el que estabas efectuando las tomas te lo habían quitado.
No sabía quién eras, solo sollozaba observando tu rostro moreno, tus amplias cejas y tus ojos cafés con una mirada fija, nítida, con las pupilas totalmente abiertas; tal vez, pidiendo una explicación de lo sucedido. Tendrías veinte, quizás veintiún años, no creo que más de eso. La calle estaba completamente desolada. Me senté a tu lado y tomando una de tus manos, seguí llorando, susurrando: “no lo entiendo, alguien tan joven, tan indefenso”. Volví a observar tu rostro, había un cordel en tu cuello, estaba unido a un pequeño monedero que apenas sobresalía de la parte superior de la blusa. Lo tomé y abrí, era muy pequeño y sólo encontré unas fotos, del tamaño de tres por cuatro, como las usadas para documentos. En todas había escrito en lapicero un nombre en la parte posterior. No sabía tu nombre, pero podría con estas imágenes conocer algo de tu vida. Decidí llamarte Esperanza, a pesar de que los agentes del odio y la violencia, te la quitaron; aunque para ti, como todos los otros jóvenes que estaban en la marcha, eso deben significar; una esperanza para salir de la espiral frenética de dolor y sangre que desde hace tanto tiempo ha sufrido nuestra población, es un reclamo permanente por alcanzar justicia, no más muerte, sólo esperanza y justicia social.
La primera foto que examiné era en blanco y negro. Así las había visto en los álbumes familiares que conservaba de mis padres. Estaba escrito en el reverso sólo “abuelo Antonio”. Un hombre de baja estatura con ruana y una sonrisa con una incompleta dentadura. Los pies cubiertos con alpargatas y un machete al cinto. Al fondo se observaba una choza con techo de paja, que era seguramente su casa. Tu abuelo Antonio, había nacido en Villarrica, Tolima. Sus padres habían llegado desde Boyacá, impulsados por la bonanza cafetera de la zona en los años cuarenta. Allí, en un terreno baldío, habían construido su casa, sembraron su parcela cafetera y completaron una docena de hijos. Toñito era el octavo. Como todos sus hermanos desde los siete años ayudaban en la siembra y recolección del cultivo, el ordeño de las vacas y el cuidado de las gallinas. Solamente Antonio y tres de sus hermanos habían ido a la escuela de la vereda. En los dos años que pudo asistir aprendió a leer y escribir.
Esperanza, no pudiste conocer a tu abuelo Toño; pero desde niña lo admiraste cuando tu abuela te contaba su historia de supervivencia: – Esa noche fue diferente, no se escuchaban tiros, como ya era frecuente, sonaban estruendos mucho más fuertes, que estremecían la tierra. Ellos no sabían que eran bombas. El general Rojas había dado la orden de entrar con todo, había que acabar ese reducto liberal y comunista en Villarrica.
Acompañando a los oficiales del ejército, estaban miembros de la policía chulavita quienes eran los encargados de señalar las personas o familias seleccionadas. Comenzaron las ráfagas de disparos. Antonio sintió el impacto en el brazo derecho y cayó al piso, al igual que sus otros familiares. Los soldados lo dieron por muerto. Él contuvo el llanto por el dolor de su brazo y la tristeza por la muerte de su familia. Escuchó el ruido de motores, y luego las órdenes a los soldados para que subieran los cuerpos a las volquetas. La sangre del brazo impregnó toda su camisa. Mantuvo los ojos cerrados. La oscuridad y premura de los soldados lo favorecieron.
La caravana de volquetas, avanzaba lentamente hacia Icononzo, con la luna y las estrellas como únicos testigos de la masacre cometida. Al llegar al puente natural de Icononzo, el cual Humboldt conoció en su expedición, fueron sacados los cuerpos y colocados en filas en la carretera. Entre dos soldados levantaban al fallecido y era llevado al puente donde se arrojaba a las profundidades del río Sumapaz. Antonio dando botes por encima de los cadáveres cercanos se colocó en un extremo de la fila y una vez los soldados le dieron la espalda llevando un cuerpo, se deslizó acurrucado hacia el matorral más cercano. Agazapado desde allí, observó el macabro espectáculo de desaparición de los asesinados, que tardó varias horas. Al amanecer, ya no había rastro de los militares. Salió de su escondite, atravesó el puente y prefirió tomar un camino de herradura, antiguo real, para no entrar al pueblo. Luego de andar horas encontró una quebrada, allí se quitó la camisa ensangrentada. Revisó la herida del brazo, ya no sangraba, era superficial. En esos instantes, llegaron dos familias que también venían huyendo. Le dijeron que continuara con ellos. El adolescente sobreviviente Antonio, empezaría una nueva vida en el sur. Sería un colono más que escapa de la violencia de los cincuenta.
La otra foto si es a color. Detrás está escrito “papá Alfonso”. En la foto se aprecia a un hombre de 35 a 40 años, moreno con bigote, mirando sonriente a la cámara, en medio de un paisaje incomparable, cultivos de arroz, maíz y al fondo los arreboles de un lindo atardecer. Esa hermosa tierra fue donde tu abuelo Antonio llegó a iniciar su nueva vida, dejando atrás la violencia partidista y a su sacrificada familia. Allí obtuvo un terreno baldío, cultivo la tierra y tuvo sus ocho hijos, entre ellos, a tu papá Alfonso. Fue el municipio donde naciste Esperanza. Su nombre Belén de los Andaquíes, para muchos, el municipio con el nombre más bonito del país. El capuchino que lo fundó en 1917 sincretizó la tradición católica de su congregación con el pasado indígena del territorio, ocupado por los Andaquíes, quienes fueron expulsados durante la Conquista de la zona del Macizo Colombiano, pese a su dura resistencia contra el invasor español. Este valeroso pueblo fue finalmente diezmado y casi extinguido tras el auge de la quina y el caucho en la región.
Alfonso tenía la finca en Puerto Torres, una tranquila inspección del municipio de Belén, donde cultivaba plátano, maíz, yuca, arroz, entre otros. También, era muy buena la pesca por la confluencia de ríos como el Fragua y el Pescado. Era una vida feliz y sana. Los hijos mayores estudiaban en el colegio de Puerto Torres denominado Monseñor Gerardo Valencia Cano. Los hombres luego de terminar su trabajo en las parcelas, jugaban fútbol o billar. Se podía dormir con las puertas de las casas abiertas, nadie robaba nada; muchas veces, las familias compartían sus asados o comidas. Se vivía en una gran fraternidad.
Todo empezó a cambiar en el año 2.000, nadie se hubiera podido imaginar que esta especie de paraíso rural, se convertiría en un centro de operaciones militares de la guerra y el horror. Ellos llegaron por grupos en el mes de junio, inicialmente llegaban a las fincas y sus pobladores debían cederles unos cuartos o irse del todo a donde un familiar o amigos. Luego, otros que llegaban se fueron instalando en el colegio y la casa cural. Los niños no pudieron regresar al colegio y los habitantes no pudieron asistir más a la iglesia. En las parcelas se restringió la siembra y recolección de sus cultivos tradicionales. El grupo paramilitar presionó a los agricultores a sembrar coca; esto, no era negociable, el que se opusiera a esta orden era considerado objetivo militar.
Esperanza, no tenías recuerdos de tu papá Alfonso. Apenas ibas a cumplir un año cuando tu mamá Rosa y tus hermanos tuvieron que huir, desplazados de Puerto Torres. Al inicio Alfonso, pudo convencer a los comandantes que se llegara a la recogida de las cosechas, antes de cambiar sus cultivos por el de coca; pero luego, la presión se incrementó.
Alfonso había ocultado a Rosa las amenazas que ya había recibido. Por eso, ella no sospechó nada, cuando ese martes en la mañana, su esposo dijo que tenía que viajar a Florencia para traer unos abonos. Ese día Alfonso no volvió a la casa. Rosa fue a averiguar al pueblo y le aseguraron que él sí había tomado el bus ese mañana rumbo a Florencia. Hasta el otro día vino Carlos, uno de los hermanos de Alfonso con la información que llegando a Morelia miembros del Frente Sur Andaquíes habían detenido el bus y procedieron a retener a cinco personas, entre ellas, Alfonso.
Fue una semana de angustia, buscando con ayuda de familiares en los Centros médicos de Florencia y pueblos vecinos, en las cárceles, nadie daba razón. Carlos consiguió hablar con un comandante paramilitar, quien negó que ellos lo tuvieran detenido. Pasó un mes y no había ninguna noticia del paradero de Alfonso. Los que sí llegaron una mañana, fueron tres integrantes de las autodefensas y directamente le dijeron a Rosa que tenía que desocupar la finca; que ellos la necesitaban, que le daban tres días, o si no, se atuviera a las consecuencias. Rosa lloró, los insultó; pero, terminó calmándose por miedo a que le hicieran algo a los niños.
Rosa, Esperanza y sus hermanos estuvieron unos días en Florencia donde un familiar, y luego de dos meses Rosa decidió viajar a Soacha donde su hermana Clara. Ella tenía un negocio de comida, y le dijo, que podía trabajar con ella.
Así fue Esperanza, tuviste que dejar la tierra donde naciste, a punto de cumplir un año de vida. Sin que tu papá Alfonso te acompañara a crecer, jugara contigo, te amara. Siempre alimentado ese recuerdo, sólo con lo que te contara tu mamá. Todos, aún con el anhelo de que algún día, él apareciera. Luego de tantos años, por lo menos, quisieran que apareciera su cuerpo, que pudieran hacerle un entierro digno y visitar su tumba.
Te acompañé hasta Medicina Legal. No tenía forma de comunicarme con tus familiares. Esperé hasta el amanecer. Ella al ver que no llegabas, te buscó por todas partes, hasta que una de tus amigas le informó que no quería preocuparla; pero, podrías estar entre las víctimas. Cuando entró al recinto y dijo tu nombre, supe que era Rosa, tu mamá. Escuché que preguntaba por Esperanza López y comprobé que era tu nombre real.
Nos abrazamos con tu mamá. No preguntó cómo te había conocido. Por ella supe que trabajabas de día en un Centro de llamadas, y en la noche estudiabas Gestión documental en el SENA, pero querías ser periodista. Ese día no hubo clase y tuviste que caminar porque no funcionaba Transmilenio. Al llegar a los disturbios, te encontraste con unas amigas y comenzaste a grabar con tu celular. Los policías te sujetaron, mientras todos les gritaban que te soltarán, que no había motivo para detenerte. No importó, te llevaron a rastras. Nadie supo en qué momento te dispararon. Muy probablemente, te opusiste a que te arrebataran el celular.
Hoy se cumple un año de tu partida. He venido al lugar donde te encontré. Traigo una vela y luego de encenderla, te comento que tu memoria sigue viva. Que tu vida tuvo un sentido y eres un ejemplo a seguir por otros jóvenes. No dejaremos que tu muerte quede en la impunidad. Te cuento que la conciencia popular ha crecido y se ha multiplicado en muchas ciudades. Esperanza sigues viva, tu cuerpo no está aquí, pero tu memoria nos inspira a seguir viviendo y luchando.
