«No tenía que dar de comer a mis hijos y pensé en colgarme de un palo de mango que hay detrás de la casa” afirmó una campesina pobre de La Gabarra, un corregimiento del departamento de Norte de Santander en el nororiente colombiano. Actualmente, ella trabaja como cocinera y durante los últimos años había estado sustentándose con la venta de pasta de coca, al trabajar en fincas dedicadas al cultivo de esta planta. Así como ella, no solo los cultivadores y propietarios de fincas cocaleras, sino también jornaleros dedicados a raspar la hoja de coca son la muestra de toda una división del trabajo que se ha organizado alrededor de la economía de la coca en el principal país exportador de ese producto en el mundo, donde campesinos desterrados, jornaleros, cultivadores, trabajadoras de las fincas y mujeres prostituidas son el eslabón más bajo.
Pese a un aumento vertiginoso de los precios internacionales de la coca en el periodo de 2018 a 2020, hoy se registra una crisis en el sector debido a que el precio de la pasta de coca producida por los campesinos ha caído en casi un 60%. Analistas indican que se puede deber a una sobreoferta del producto en el mercado, lo cual se sustenta en los datos sobre los recientes récords en el área del país dedicada al cultivo de coca, que en 2021 llegó a más de 200.000 hectáreas. También, el mismo Gustavo Petro ha considerado el factor del subconsumo como determinante de esta crisis, argumentando que drogas como el 2CB -también conocido como “tusi” o la cocaína rosa- y el fentanilo son la nueva moda entre los consumidores, principalmente en Estados Unidos.
Las consecuencias de esta crisis las asume el pueblo campesino colombiano, que principalmente desde los años 90 ha comenzado a ver un medio de subsistencia en el cultivo de la hoja de coca y la venta de pasta de coca a compradores ligados a las grandes mafias nacionales e internacionales. Desde que en esa época las mafias colombianas pasaron a controlar no solamente la actividad de procesamiento y venta de la coca sino de la producción misma de la pasta de coca, el paisaje rural de vastas regiones del país como Nariño, Norte de Santander y Putumayo se ha visto colmado de cultivos de este tipo. El departamento del Cauca, el bajo Cauca Antioqueño, el sur de Córdoba, Guaviare y Meta también cuentan con importantes porciones de su territorio dedicados a esta actividad.
En la historia de esta economía cocalera se han presentado otras crisis, ante los cuales se han buscado alternativas desesperadas. Por ejemplo, es común que ante la falta de liquidez monetaria los campesinos de las regiones cocaleras empleen la pasta de coca como moneda de cambio, intercambiándola por insumos que les permitan subsistir mientras pasa la crisis. Los tenderos acopian estas reservas para cuando vuelva a subir el precio y aparezcan los compradores.
La presente crisis, sin embargo, se ha extendido ya desde hace más de un año, generando dudas serias sobre si no se trata de un fenómeno meramente coyuntural. Se liga, además, con el fenómeno de la crisis de hegemonía desatada por el desarme de las FARC en distintos territorios donde esta organización actuaba como reguladora de las relaciones sociales y se financiaba con impuestos a los narcotraficantes y control de la producción cocalera.
En ese escenario de vacío de poder, diversos grupos armados privados al servicio del gamonalismo regional en busca del control de la economía cocalera se disputan los territorios. Actualmente, por ejemplo, el Frente Carolina Ramírez del Estado Mayor Central de las “disidencias” de las FARC y los Comandos Bolivarianos de la Frontera, un grupo formado por hombres armados convertidos en bandoleros de las extintas FARC y de ex miembros de ejércitos gamonalistas como las Autodefensas Unidas de Colombia y las Fuerzas Militares de Colombia, luchan por el control del territorio limítrofe entre Putumayo y Caquetá.
Este conflicto en algunas regiones complica para los campesinos la venta de la pasta porque la ausencia de un monopolio regulador confunde sobre quién es el comprador “legítimo” y disuade a los cultivadores de comprometerse mediante la venta con los unos ya que con eso se tornan en objetivo militar de los otros.
Estos grupos intimidan y asesinan a líderes sociales que luchan porque el Estado cumpla las promesas del acuerdo de paz con las FARC en cuanto a programas de proyectos productivos alternativos a la coca.
Con todo, lo prometido por el acuerdo a los campesinos no ha quedado más que en promesas. Sobre el Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos Ilícitos -PNIS, el balance es que “a septiembre de 2022, sólo el dos por ciento de los núcleos familiares que estaban activos en el programa había recibido el proyecto productivo de ciclo largo». Además, desde el mero inicio el programa no contemplaba a la gran mayoría de campesinos pobres y medianos: más de 99.000 familias fueron incluidas en el programa, pero unas 130.000 se quedaron por fuera del ámbito de intervención. Al sol de hoy, de todo ese universo solo unas 386 familias pueden decir que han participado del total de los ofrecimientos del programa para la incursión en alternativas legales para la economía rural.
Ahora bien, ¿se reduce el problema a la condición ilegal de la mercancía en cuestión? No. La minería de oro y carbón y el cultivo de palma de aceite vienen siendo las alternativas por las que optan jornaleros, campesinos pobres y medianos. En el Bajo Cauca la fuerza de trabajo de la coca está migrando hacia la minería de oro, el cual sí está en un buen momento en cuanto a precios internacionales. En el Catatumbo, allí donde había extensos cultivos de coca se está rompiendo la tierra para abrir minas de carbón, el cual, tuvo un corto auge al comienzo de la guerra de agresión en Ucrania debido a que las potencias europeas comenzaron a buscar nuevos mercados de materia prima. También, en medio de este declive de la coca, se están fortaleciendo los monocultivos de palma de aceite.
Así como con la coca, la economía rural del país está atada al capitalismo imperialista a través del oro, el carbón, el petróleo, el aceite de palma y el café. A lo largo de ciclos cortos o largos dependiendo del caso, los precios de cada mercancía suben enriqueciéndose de esto los terratenientes y la burguesía exportadora del país, a la vez que le dan a muchos campesinos un sustento material por un breve periodo de tiempo. Luego, como está sucediendo ahora, los precios bajan estrepitosamente dejando detrás de la ola alcista una espuma de más miseria, pobreza y hambre que la que había antes. Se producen situaciones de destierro, inanición y suicidio, como ya vimos. Esa historia de miseria generalizada con breves interludios que traen ilusiones o espejismos de progreso ha sido la historia de este país y de cada nación no soberana de sus propias riquezas y territorio, donde el precio del trabajo de sus campesinos es valorado por los especuladores de la bolsa de valores de los centros imperialistas o en la competencia rapaz del capitalismo ilegal, y donde el poder político sirve a mantener esa estructura de forma que la riqueza producida por el trabajo nacional sea privatizada por los monopolios nacionales y extranjeros de los cuales el poder “público” y privado es representante.