Una gran polémica se ha desatado en el país tras la jornada de protestas que terminó en fuertes enfrentamientos el pasado miércoles 19 de octubre en Bogotá, entre indígenas de la comunidad Emberá-Chamí y efectivos de la policía. Los combates en las calles iniciaron tras la intervención policial para levantar por la fuerza un bloqueo que los indígenas habían decidido realizar en el edificio de la empresa aérea Avianca (propiedad de la sociedad británica Avianca Group) para visibilizar sus problemáticas. Por medios de comunicación y redes sociales circularon videos de indígenas defendiéndose y atacando con bastones, palos y piedras a las fuerzas represivas en distintos sitios de la ciudad. En uno de los videos más difundidos y comentados se aprecia cómo los indígenas en rebelión logran derribar de su moto a dos agentes de policía que pasaban por el sector y los rodean golpeándolos con palos, hasta que otras personas que se encontraban en la zona intervienen apaciguando los ánimos y evitando que los sigan atacando. Al final de la jornada el saldo fue de 14 policías, 8 funcionarios estatales y más de 32 indígenas heridos en medio de los combates.
En las horas y días posteriores a estas acciones fue desencadenada una brutal campaña de criminalización, persecución y discriminación a esta comunidad indígena por parte de los grandes medios de comunicación monopólicos en conjunto con distinguidos representantes de las clases dominantes del país, como Claudia López e inclusive el actual presidente Gustavo Petro. Hasta un cartel con los rostros de algunos manifestantes en el que se ofrecían 50 millones de recompensa por información para capturarlos fue publicado por la policía con una sorprendente eficiencia, ausente en las investigaciones y acciones frente a la mayoría de los crímenes que a diario se cometen contra el pueblo. En los medios llovieron las críticas con tendenciosos titulares como “esto no es protesta social” en Infobae o “los indígenas hampones creen que tienen licencia para matar” de la W Radio dándole visibilidad a las palabras de un reaccionario congresista del uribismo.
Claudia López, la ampliamente desenmascarada e impopular alcaldesa de Bogotá, condenó las acciones de los manifestantes y afirmó generalizaciones descaradas y que estigmatizan a las comunidades como que estas “se gastan las ayudas en licor”, como si esa fuera la verdadera razón de la situación actual de los pueblos indígenas. Por su parte, el hábil oportunista Gustavo Petro, jugando a quedar bien con unos y otros como bien sabe hacerlo, buscó matizar sus declaraciones pero finalmente expresó claramente su posición al visitar a los policías heridos durante los enfrentamientos y escribir por sus redes sociales: “rechazo y condeno los actos vividos hoy en Bogotá. Varios miembros de la Fuerza Pública y civiles resultaron heridos. Nunca será protesta la agresión a un policía”. En resumen: fuerzas armadas, medios de comunicación y politiqueros de derecha, “izquierda” y centro expresaron al unísono y con elevada unidad de clase su contundente rechazo ante las acciones de los indígenas; y de una u otra manera justificaron el actuar policial, algunos calificándolo de “heroico” y otros tildándolo de “mal necesario”.
Pero no solo las clases dominantes tomaron posición frente al hecho. Algunas organizaciones al interior del movimiento popular, medios de comunicación alternativos, intelectuales reconocidos y personas del pueblo en general, también expresaron su rechazo al accionar de los indígenas con frases como “rechazamos la violencia, venga de donde venga”, “la violencia engendra más violencia” o “nada justifica la violencia”. Por supuesto, a las clases dominantes les encanta cuando alguien dentro de las filas del pueblo plantea estas ideas y sin dudarlo las replica por todos los medios que tiene a su alcance para reforzar la idea de que la violencia es mala… excepto si la utiliza el Estado en defensa de sus intereses, que supuestamente son los intereses de todos los colombianos. Pero la realidad no es como los de arriba nos la quieren pintar para confundirnos: ni el Estado somos todos, ni toda violencia es igual. Estas dos verdades elementales, plenamente demostradas por el marxismo, son constantemente atacadas por los representantes de las clases dominantes con el fin de ocultar el verdadero carácter del Estado, sembrar confusión entre el pueblo y así poder preservar el actual sistema de explotación y opresión. Examinemos un poco más el caso de los indígenas Emberá, para desarrollar estas ideas.
Un elemento que pasó bastante desapercibido por los medios de los que son jefes y propietarios grandes burgueses y terratenientes como Sarmiento Angulo, los Gilinski y los Ardila Lulle fueron los motivos detrás de las protestas de las comunidades indígenas: el desplazamiento forzado de sus territorios, la profunda pobreza y hambre que padecen, los reiterados incumplimientos por parte del Estado ante los acuerdos alcanzados, las miserables condiciones de vida que tienen en los albergues donde actualmente se encuentran ubicados, etc. Protestar ante semejantes injusticias y exigir que sus vidas mejoren es por lo menos lógico y cualquier persona sensata del pueblo estaría de acuerdo y apoyaría sus reivindicaciones. Tomarse la entrada del edificio de Avianca, sin ningún tipo de agresión a los trabajadores, fue la acción que definieron los indígenas para visibilizar su denuncia y ejercer así una mayor presión sobre el gobierno distrital y nacional, buscando que las autoridades dieran respuesta pronta a sus exigencias. Bien sabe el pueblo por su propia experiencia que solo será tomado en serio por los de arriba mediante las vías de hecho (bloqueos, marchas, tomas de tierras, de empresas, de universidades y colegios, etc.), como lo vino a ratificar el gran levantamiento popular del año pasado donde el pueblo conquistó algunas victorias mediante la lucha prolongada y combativa en las calles.
Los grandes medios de comunicación -fielmente del lado de los opresores y aparentando estar del lado de los oprimidos según sus conveniencias- justificaron la violenta intervención policial con la burda excusa de que las comunidades indígenas estaban “secuestrando” a más de mil personas que se encontraban en ese momento en el edificio. Como por arte de magia los de arriba se empezaron a preocupar por el bienestar de los trabajadores de Avianca, cuando hace unos años persiguieron y despidieron arbitrariamente a 107 de sus pilotos por entrar a una justa huelga en defensa de sus derechos laborales.
Si se nos permite especular un poco, muy seguramente si alguien hubiese preguntado a los trabajadores “secuestrados” qué opinaban de la situación, muchos habrían expresado su simpatía con la lucha de los indígenas, ya que ellos mismos han sufrido la criminalización y mano dura de los explotadores en carne propia; algunos otros podrían no compartir la acción pero desearían sinceramente que las cosas no se resolvieran con represión sino que se les escuchara y se llegara a un acuerdo; y no pocos habrían suspirado satisfechos de que su jornada laboral se aliviane así fuera por un día. Tan solo una minoría habría estado porque se desalojara violentamente a los manifestantes sin ningún intento serio de diálogo ni solución concreta a la vista. En realidad, poco importaba la opinión de estas personas al Estado, su “preocupación” por el pueblo no fue más que un pretexto para legitimar su violenta intervención. Y es que, independientemente del color o la denominación que asuman los distintos gobiernos de turno, la represión no ha cesado para las clases populares en estos más de 200 años de vida republicana, como lo ha ratificado hasta ahora el nuevo gobierno “progresista” de Petro y Francia en el cual ya se ha utilizado en múltiples ocasiones el Esmad y la policía nacional para reprimir y disolver manifestaciones e invasiones, como hemos informado en estas páginas tras los hechos ocurridos en el Cauca, Huila, Popayán, Cesar, Cali y Bogotá, entre otros.
Pero, más allá del juego de suposiciones, esta cuestión saca a relucir cuestionamientos más profundos: ¿Por qué solo tras las acciones realizadas, el gobierno se ha dignado a sentarse con los indígenas y considerar “seriamente” sus exigencias? ¿Por qué la violencia ejercida por las “fuerzas del orden” hacia las comunidades indígenas para levantar el bloqueo es legítima, en oposición a la “bárbara” violencia practicada por los indígenas defendiéndose de la represión y devolviendo el golpe? ¿Por qué el trato con guante de seda a criminales que asesinaron a miles de hijos del pueblo en medio de los tristemente célebres “falsos positivos”, mientras que a humildes comunidades indígenas, campesinas y populares les cae todo el peso de la ley, ofreciendo millones por información para su captura? Las respuestas a estos cuestionamientos obligatoriamente nos devuelven a las dos certezas con que hemos partido: porque el Estado no somos todos y porque toda violencia no es igual.
Como lo ha demostrado el marxismo, el Estado actual no es más que una máquina de dominación de unas clases sobre otras, un aparato especial encargado de la administración de los negocios de las clases dominantes y de someter por la fuerza a las clases dominadas, garantizando el monopolio del uso de la violencia en función de sus intereses, que son los intereses de una minoría en el poder. La democracia en el sistema capitalista aplica solo para los grandes burgueses y terratenientes, mientras que para el pueblo no es más que una cruel dictadura, en unos momentos más abierta y en otros más camuflada, pero dictadura al fin y al cabo. El actual gobierno representa tan solo una facción dentro de las clases dominantes, una con un rostro “más humano” y dispuesta a realizar algunas concesiones al pueblo para apaciguarlo, con el fin de preservar el poder en las mismas manos y dejando intacto el sistema económico y político actual, que es la base de toda la miseria y desigualdad reinantes en la actual época.
Que el pueblo responda con violencia a la sistemática y profunda violencia a la que ha sido condenado todos los días en su trabajo, en el transporte público, en las instituciones, en su barrio, en el campo, no solo es comprensible y justo, sino que la historia misma ha demostrado que es necesario para resistir y acabar con la insoportable opresión y explotación sobre sus hombros, cambiando así el rumbo de los acontecimientos. ¿O quién puede cuestionar la violenta batalla que las masas campesinas y los artesanos, bajo la dirección de los criollos, emprendieron contra los colonizadores españoles? ¿Quién en su sano juicio puede decir que fue lo mismo la violencia aplicada por los fascistas durante la segunda guerra mundial guiados bajo el interés de someter naciones enteras para convertirse en superpotencia imperialista, que la violencia aplicada por los pueblos del mundo organizados en un gran frente antifascista impulsado por la Unión Soviética (que para aquella época todavía era una nación socialista) para derrotar al fascismo? ¿Qué le queda al pueblo si ante la injusticia y la despiadada opresión pone la otra mejilla como tanto predican los defensores del actual orden de explotación y algunos incautos entre las masas? ¿Qué habría sido de la historia de la humanidad si estos pueblos no se hubieran levantado violentamente para ponerle un freno y hacerle frente a tantas injusticias y desigualdades a las que eran sometidos? Como bien lo advirtió a la clase obrera rusa y a los pueblos del mundo entero el gran jefe revolucionario, Vladimir Lenin: “el pacifismo y la prédica abstracta de la paz son un arma para embaucar a la clase obrera y evitar que esta se rebele contra su opresor”.
Quienes se desgarran las vestiduras predicando la caducidad de la violencia en las sociedades modernas, solo condenan la violencia del pueblo por liberarse pero se hacen los de la vista gorda ante la inmensa violencia a la que se somete al pueblo día a día y que no solo se refleja en la represión que recibe cuando protesta, sino en la falta de oportunidades, en la desigualdad social, en la impunidad, en la corrupción, en el machismo, en las precarias condiciones de vida en las que la mayoría vive, en el hambre, en la inestabilidad y en muchos otros aspectos de la vida cotidiana del pueblo. Pero no solo desconocen esto sino que cierran los ojos también ante la realidad que muestra cómo el imperialismo arrastra cada vez más al mundo hacia profundas crisis y guerras injustas en función de sus mezquinos intereses como es el reciente caso de la guerra en Ucrania. Y también son incapaces de ver cómo los pueblos del mundo responden combativamente ante la crisis y las guerras, encarnando la gran consigna levantada por el histórico dirigente de la revolución china, Mao Tsetung, quien afirmó que “la rebelión se justifica”.
Mientras exista el imperialismo, mientras vivamos en una sociedad profundamente desigual e injusta como la actual, mientras la riqueza producida socialmente sea apropiada privadamente por un puñado, existirán las guerras y la violencia de todo tipo. Para derrumbar al imperialismo, para acabar con la desigualdad social, para evitar más guerras y sufrimientos para los oprimidos, al pueblo solo le queda organizarse de forma independiente y combativa por la defensa de sus derechos, hasta conquistar su más grande reivindicación: la revolución social, que comienza con una revolución de nueva democracia que conquiste la tierra para el campesinado, arrebatándola por la fuerza a los terratenientes quienes hoy la concentran en sus manos; que confisque el gran capital monopólico, tanto privado como estatal, que estrangula a las clases populares condenando nuestra industria nacional al fracaso; y que expulse decididamente a los invasores chupasangres imperialistas, confiscándoles su capital y sus tierras. Para cumplir estas enormes tareas que tiene ante sí, el pueblo colombiano debe comprender y reafirmarse en estas dos grandes verdades: el Estado no somos todos, por el contrario este le pertenece hoy a una minoría explotadora en el poder; y la acción violenta no es toda igual, es justa la del pueblo buscando libertad.